ARMÓNICOS DE UN CONCEPTO (15)


 Quedamos anteriormente en que acercaríamos nuestros oídos a aquello que sin violar lo diferentes que cada cual somos ni tampoco desatender las diferencias que nos identifican, ...quedamos en acercar nuestra escucha justamente a aquello que nos iguala, a aquello en que, en eso sí, somos iguales. Somo iguales en derechos, no solo por tener todos los mismos, sino porque nos queremos dignos, sin que se nos viole lo más significativo de cada cual: Que no nos permutamos ni intercambiamos ni devaluamos por ningún precio de mercado como productos, cosas, manipulables y desechables, servibles o inservibles. Es decir, no admitimos degradación alguna (si es que realmente nos sentimos valiosos de veras). Valemos y nos sentimos valiosos y todo o cualquier cosa que venga a, o percibamos que, nos va a deteriorar nos alerta del riesgo de sufrir merma, indignidad. Quedamos que acercaríamos nuestros oídos a los Derechos Humanos. Más concretamente a su espíritu, a su meollo.



Dos palabras me vienen a la cabeza -bien seguro que por haberlas leído, atendido y considerado en alguna ocasión- relacionadas con eso del meollo de los Derechos Humanos. Dos palabras que dadas sus posibles suscitaciones en nosotros, posible lector y yo mismo, conviene afinarlas un poco antes de ponérnoslas como auriculares para poder oír lo esencial de eso que ahora queremos escuchar. Palabras que bien seguro nos connotarán un buen manojo, sino amasijo, de sentimientos contrapuestos ya en nosotros mismos; no digamos ya fuera de nosotros. 

Vayan esas palabras para el espíritu de los Derechos, antes que la mortecina y a veces mortificante letra sea: lucha y poder. Con lucha bien seguro que nos deben venir a la cabeza, por no decir al corazón, esas impositivas y ejercidas a base de espadas o proyectil, o bien las más sutiles que echan mano de subterfugios y manipulaciones de origen enfermizo o bien éticamente corrupto. A esas luchas junto con las de todo otro carácter, que también nos deben haber asomado por ahí adentro: Esas que a lo largo de la Historia han ido tejiendo la delicada red con la que poder reflotar lo permanentemente valioso de un ser humano, y quien dice un dice todos y quien dice todos dice sociedad... humana, en sus diversísimas culturas. Y a ese valor, fuera de los flujos y reflujos del mercado, a lo digno, hay que corresponderle de alguna manera. ¿Cómo? ¿Con qué? Con aquello que nadie ni nada otorga porque ya es en y de cada cual, aquello lo cual nadie debería ni en particular ni institucionalmnte apoderarse, antes bien todo lo contrario: Hacer por ello, por su expansión, por su consolidación, por su protección y defensa, por su promulgación e incremento. Por esos surcos (vivienda, educación, derecho a decidir, salud, libre expresión, y reunión....) que derechamente drenan y fertilizan nuestra dignidad a la cual corresponde eso, los Derechos Humanos. Esa lucha otra que también se nos ha pasado por la cabeza es del espíritu humano y de su derecho a ser integralmente mejores. 

La otra palabra, poder. Ahí sí que no podemos liar. Pero si nos preguntamos por dónde reside y en donde debería residir el de los derechos humanos, nos aclararemos algo. He aquí sus residencia: el poder económico, el poder religioso, el poder político y el poder social. El de los Derechos Humanos habita y lucha en el social (y se disfrutan particularmente lo mismo que son inalienables en cada cual) frente al, si acaparador, poder de turno; en la actualidad el económico-finaciero de manera pre y dominante en connivencia con el poder político. Durante milenios su residencia habitual ha sido en el ápice de alguna de estas superioridades sino en su abusivo  y estrepitoso concierto: Religiosa, política, económica; de un largo tiempo hacia el presente -y aún si queremos un futuro- debería decantarse -muchísimo más que por el momento- con nuestro contrapeso, el poder, donde, en una Democracia radica y ha de radicar, en nosotros; no ya tan solo tu posible lector y yo sino que socialmente. 

Tengo oído que un hito de suma importancia para la dignidad y el derecho humano partió, irradió, desde la llamada Escuela de Salamanca, con Bartolomé de las Casas, y algún otro, y su reconocimiento y lucha de y por lo ya, desde siempre, propio de los indígenas: sus derechos, no menos humanos que los de cualquiera, especialmente iguales a los y de los que se consideraban -con todo tipo de legalidad vigente- humanos superiores, más dignos. 



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